jueves, 19 de enero de 2012

Completa.

Se miraban porque eso les gustaba. Caminar y no dejar de mirarse, y nada del miedo aparecía al pensar que podían llevarse una persona por delante. Chocarse con alguien que viniera caminándoles de frente y pum, delicado choque físico. Porque así se sentían seguros. No tanto ella, su seguridad no era prolongada, duraba lo que existía el encuentro. No más. Después, cuando ya no lo veía, sabía que  estaba entrando a una dimensión desconocida de lo que una persona puede ser (o no). Porque él, estando con ella, era una cosa. Pero él, puesto en el mundo, era otra. Era viable esta posibilidad de ser dos, ser uno muy mágico y otro no tanto. Para ella, uno de él era mágico y otro se tornaba en algo aborrecible. Infame. Un él que no la quería, que no la deseaba, que no la elegiría entre tantas otras mujercitas vueltas por ahí con cuerpos parecidos al suyo. Todo eso en la cabeza de ella mientras iban caminando por unos bosques improvisados. Bosques que armaba la ciudad para evadirse de lo llano. Era así, era algo así como que en un cuadradito de ciudad habían crecido unos árboles con pájaros pegados; entonces ese cuadradito estaba lindo. Uno quería estar rodeado de ese cuadradito un domingo, uno quería padecerlo, pensar que a uno también podía pasarle eso de que le creciera un cuadradito feliz en alguna parte. Y dentro de ese cubículo paseaba la pareja. Él le daba la mano a ella, no podía estar sin tener contacto con sus dedos. Algo de eso que se le había armado a ella, esa extremidad, lo conmovía. A ella le había crecido el pelo, de antes a ahora, entonces el viento le hacía de las suyas ahí atrás donde le empezaba la nuca. Eso a él también le gustaba, le parecía publicitario y delicado. Esas dos cosas convivían en su novia y  a él, le parecían inmensas.
 Había algo del afecto que en él no se había desarrollado, como un cuerpito que nace sin manos o sin boca. Son cosas que suceden, pensaba ella, y miraba el semáforo cada tanto aunque ni siquiera estuviese cruzando la calle. Por momentos quería estar colgada de ahí, ahí arriba indicándoles a todos esos autos hacia dónde ir y cuando. Recomendándoles cuándo, quizás, podía ser necesario tomarse un descanso de esa línea gris que los llevaba. Y los llevaba hacia adelante. Siempre, esa línea gris que era calle, siempre estaba llevándolos. Caminaban juntos y ahora miraban hacia el frente, se les abría el sol y los abrazaba como si sus brazos pudiesen ser concretos. Algo del calor les daba esa sensación, y sonreían al aire y los ojos se les arrugaban porque la luz no era amiga. La luz les dolía y el abrazo los nutría. “Cuánto”, pensaba él.
 Después llegaban a otra porción de plaza llena de árboles en donde se escondían un poco. Descansaban de todo el “cuánto” que él había considerado, y se abrazaban entre ellos dándose besos sobre los pulóveres y las espaldas. Él se había cortado el pelo hacía poco, así que cuando ella le frotaba la palma de la mano en la nuca se le pinchaban apenas unas cositas. Eso a ella le gustaba. Otro abrazo inmenso con palabras mínimas en los oídos y se seguía caminando. Una calle en subida, y ahí, había vivido una señora que alimentaba gatos le comentaba él. Que la señora estaba loca, porque eso parecía, una señora loca. El aspecto estaba muy bien logrado. Él le contaba que cuando un individuo se acercaba a ella, subiendo esas escaleras en donde estaban ellos parados ahora, la señora demente les gritaba cosas desde las entrañas. Que en general los gritos no vienen de ahí, le decía él, pero que los gritos más veraces vienen de ahí dentro y que esta señora sí que era sincera. Una bruja en la ciudad, y que la rodeaban gatos con ojos igual de desencajados que los de ella, gatos que también maullaban desde dentro para musicalizarle mejor el asunto a su dueña. A ella, la idea de caminar donde había pasado sus días una loca, le agradaba. Entonces lo abrazaba de vuelta, embelesada con la historia de una mujer que ahí hoy no estaba. Y ahí fue que ella empezó a correr, porque además esa semana se había comprado un par de zapatillas que le permitían eso y mucho más. Es decir que las zapatillas necesitaban que las corriesen, y ahí fue que ella se acordó de eso y corrió unos metros hacia adelante. Él no la siguió. La miraba desde atrás con una sonrisa media. Meditaba que no le pidiese, otra vez, ser eso que él no era. Ser un hombrecito completo, porque algo de cubrir todo el rol lo convertía en completo, sí, en triste y completo. Tanto lo entristecía, lo desencajaba, no le resultaba fácil desentonar consigo mismo. Por eso no la corría, no quería correrla, no quería volver a estar ahí una vez más.
Ella volvió a su lado, dejó de correr, lo agarró de la mano y siguieron caminando al unísono. Así de lento, así era que caminaban. Avanzaban lento porque eso sí. Un poco de tristeza le daba correr sola, porque sus zapatillas hubiesen querido más, pero sola se corre poco. No se puede mucho si no tiene a quien seguir. Entonces volvían los dos a esto de avanzar en plaza un domingo. Muchas personas reunidas en porciones de pasto, llenándose los cuerpos de comida dulce y limpiándose las bocas. Evitando todos dejar rastros. Abusando del recurso de la servilleta. Personas abrazadas, puestas arriba, puestas abajo. Todos vínculos sentados en mantas para ahuyentar hormigas, cosa verde. Y en el asfalto, espiando todo eso  y siendo parte, caminaban ellos dos. Seguían haciéndolo.
 Habían llegado a una calle. Volvía de a poco la ciudad. Sobre la vereda vacía, un tronco estacionado y caído. Una punta de tronco afiladísima, apuntando hacia la dirección en la que ella venía caminando. Una vez más, se sonreían, como si nada por fuera los estuviese transformando y entonces ahí el tronco se la tragó. La punta del tronco, toda entera, la atravesó a ella y ella quedó atravesada. Muerta por un tronco dedicado, puesto ahí para que ella.
 El tronco la traspone y él, mira serio, como esperando que sea ella una vez más la que resuelva. La que maniobre.

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