domingo, 18 de noviembre de 2012

Dios es una mujer cuando se vistió lindo

Nosotras hubimos una vez,
dos jóvenes castañas que vivimos en un castillo.
Nacimos hará unas cuantas décadas. Y la juventud es lo que único que no cede.
El castillo está alejado de todos los edificios de la ciudad,
pero aún así, si necesitábamos conseguir alguna cosa para la supervivencia,
salímos
y en caballos que no nos pertenecieron nunca, atravesamos unos ríos medio bajos,
medio muertos los ríos,
para conseguir comida.
En general a las dos, que siempre fuimos castañas de placenta,
nos gusta comer las mismas cosas.
A ella, sobre todo, todo lo que estuviese vivo.
A mi hermana le gusta el movimiento en su boca.
Que haya vida dentro suyo,
que no sea descendencia
sino más bien algo ajeno, que termine formando parte,
una vez que esté muerto.
Bien herido.
A mi hermana le gusta, bien que le gusta, otorgarle a las cosas padecimiento.
A los animalitos del bosque, por ejemplo,
de ese bosque impostado que crece nomás abajo de nuestro castillo.
Porque, como dije antes, nosotras habitamos un castillo que es de nuestro padre.
Pero nuestro padre no está muerto
y el castillo no está lejos.
Que los demás, que no son nosotras,
ni castaños,
no puedan acercarse hacia aquí.
Eso,
eso es cosa de cuentos.
Y lo de lo que yo quiero hablar, casi siempre,
es de éste, mi cuento.

Soy Cecinicienta,
y de nada me sirvieron nunca los apodos ya que, ni siquiera eso,
impedía que me cortejasen.
Pensé que quitándome el nombre tan meloso que me habían puesto, evitaría a los románticos,
pero me equivoqué
porque lo que tengo de fémina
está devorándome
me chorreo sola, y no quiero
chorreo un líquido espeso, que no alumbra ni refleja
 miro al suelo y estoy mojada
de tan invicta que soy desde hace tanto tiempo
Tantos años.
La primera vez que entendí un poco de esto fue una mañana,
de esas de castillos, en las que puede oler también a desayuno.
 Me puse unas botas gigantes,
inmensas,
limpias de todo el barro que tendrían después
más adelante en el tiempo
y con las botas viajé en una yegua. La yegua que me regaló mi padre.
Ese que está en casa pero que no hace ruido,
el padre de todas las cosas silenciosas,
no hay padre para lo que emite sonido, incluso movimiento,
aunque jura ser mi padre y el de mi hermana,
jura que es así, aunque le cueste,
aunque quisiese otras cosas.
Otros vínculos.
Otras historias.
Otro dúo al que reinarle.
Me subí a la yegua y la monté durante horas,
sobre la llanura del castillo en el que vivo, acá, en la ciudad.
Que no está tan lejos de la gente normal,
solamente hay que subirse a los caballos para llegar hasta ahí,
pero hoy ya no está la yegua, esa ya no, la yegua esclarecedora.

Me subi con mis botas inmensas y entendí.

Los cuerpos femeninos no necesitan ambiente.



Me enredé los cabellos con los de ella y las dos saltamos, tiesas, en la llanura.
Desde abajo, a lo lejos, estaba agachado, espiando, el cuerpo de mi hermana.
La alcancé a ver con los ojos un poco cerrados, medio chinos
descubría tierra cada vez que la veía a mi hermana así.
A ella le urgía la yegua.
y otra vez, por segunda vez esa mañana,
se formó un charco de agua debajo de mi presencia.

Al rato, casi al instante, cuando mi hermana yo y la yegua estábamos juntas
decidimos asomarnos para vernos en el charco.
Y ahí, ahi no vimos nada.
Mi agua no reflejaba.
Tomé las manos de mi hermana y me lastimé un poco con los anillos pinchudos, de cotillón,
que llevaba con el ahínco de una nena que es nueva
que todavía no entendió
que tener una hermana mujer.

el cuento que no empieza y acá ya hay desgracia.

martes, 13 de noviembre de 2012

Cuando se muere la abuela

La última vez que la ví no tenía tantas arrugas,
porque ella,
según todos,
tenía un cutis privilegiado.
Cuando estaba embalsamada ya,
no había cambiado tanto.
Según todos,
después del embalsame,
los cuerpos tienden a rejuvenecerse.
Pero ella no tuvo ese estilo,
sino que todo lo contrario,
aún en la vejez,
tendía a permanecerse joven
chiquita,
juguetón su rostro todo.
Y la última vez que la ví,
cuando todavía hablaba,
me preguntó más de una vez si yo era
quien decía ser.
Más de una vez dudé en darle una respuesta.
No podía ser certera.
Es difícil que algo sea certero,
teniendo un abuelo cerca.
Parece ser que el anciano,
es el primer eslabón de toda la cosa.
De ahí en más,
después de siglos,
entra una en juego.
Y la última vez que la vi
cuando estaba acurrucada en su silla móvil,
me tomaba de las manos y me decía que era linda,
que qué linda era,
y que de dónde había salido.
Así, tan linda.
Le conté que tenía una madre,
y pura casualidad,
ese cuerpo de mujer,
me había engendrado.
Y tiempo antes,
más casualidad aún,
cuando ella también era una mujer posible,
habia engendrado a una madre.
Porque todas,
después de siglos,
entran en juego como madres.
La última vez que la vi a mi abuela
me dolió la femeneidad.
Tener que cargar con el peso de que la cosa sigue,
sigue y seguirá,
y las mujeres seguirán engendrando mujeres,
que se mirarán a los ojos,
cuantas veces más,
acurrucadas en sillas que rueden,
plasmadas de arrugas
en pelo fino
pidiendo una vez más,
una explicación,
a la descendencia descocada.
Porque la cosa no cesa,
sigue su rumbo
y a las mujeres, un día,
se las entierra.
Aunque todavía huelan rico
y el pelo se les enrule al más mínimo contacto.
La última vez que la ví,
a mi abuela,
tuve que despedirla en silencio.
Le rocé el hombro enfermo,
aunque sin heridas,
y en silencio le dije
en diminutivo todo,
que cuanto la quería,
que cuanto la quise,
que todo eso, aunque yo fuese una mujer parada
en vez de acostada, como ella,
que todo eso era cierto
aunque silencioso.

La última vez que la vi, en realidad,
estaba cellada.
Brillaba como una nube intacta y flaca.
La nube que no pasa
porque no pesa
sino que se queda ahi
hasta que algo la tapa
la tierra.

Le tiré tierra, la última vez que la ví.
La metí en un cajón inmenso,
aunque yo no directamente,
pero sí,
la metí adentro de un cajón y ni una lágrima largué.
Porque sabía que mi pena no iría a llegarle.
¿qué sentido tiene,
llorarle a quien no lo ve?

La última vez que ví,
tenía una abuela
ahora
ese llanto ya no tiene origen.
porque la mujer primera
ya se fue.

jueves, 25 de octubre de 2012

mudanza

Te soltaste el pelo y me miraste,
el sol te daba justo en la cara. El pelo te brillaba más que nunca,
pensé que sería algo respecto al shampoo
a ese, al nuevo.
Pero no. Resulta que estabas más linda,
relucías,
recordé que decian que cuando una mujer reluce
es porque trae un alguien adentro
Pero no. Resulta que estabas más linda,
y no llevabas a nadie puesto.
Sola vos,
bastabas.
La mudanza comenzó con esa imagen tuya,
y yo,
que por poco me caigo redonda al verte así,
entendí que no hacía falta hablar,
seguir hablando.
Hay que desmitificar,
de vez en cuando,
no viene mal.
Nada mal viene.
Resulta que cuando yo me soltaba el pelo,
nada brillaba,
solamente algunas liendres sonreían.
y a vos te gustaba ese efecto.
La mudanza no pasaba por los bolsos,
ni los trastos,
sino que todo lo contrario,
lo nuevo se correspondía con tu belleza,
la nueva cosa adquirida.
La nueva chica, en mi casa.
Abajo de la ducha pensé en todo esto
y no recuerdo si era que lloraba,
o que la presión del agua estaba más bien buena.
Mejorada.
Me esperaste ahí, tirada,
con los pelos volados,
sí, bien sueltos.
Ahora era yo la que estaba mojada, desvencijada,
desmejorada.
Cambiar de casa,
dicen,
es un poco llevar a alguien dentro.
Qué bueno que estás cerca,
pensé,
que puedo echarte la culpa de todo esto.
Nada nunca duró tanto,
como ese bolso tan lleno.
No hay cosa menos estable,
que yo, en este tiempo.


vos y yo nunca
hablamos
de la verguenza que nos daba
traer a alguien a casa.




domingo, 3 de junio de 2012

Lautaro y la pólvora- desgarro-

Sueño que lo único que hago es hablar con su mamá. Nada más. Él se queda encerrado en su casa. No quiere salir. Con la única persona que puedo hablar, su mediación, es su madre. Y ella me cuenta cualquier cosa...cosas sin importancia. Ahí en la entrada de la casa, en una especie de jardín de plantas muy verdes.  Me cuenta de sus achaques. De que ahora que está más anciana se le empezó a caer el pelo una barbaridad. Me muestra el peine que saca de un bolsillo, atiborrado de pelos blancos, medio muertos. Y su hijo mientras, mira la televisión adentro de la casa. Con cara de muerte también. Mira y no ve nada. Los colores se le proyectan en la nariz inmensa, en la barba. Está quieto. Sabe que yo estoy afuera de la casa hablando con esa señora, pero no le importa, no va a moverse de ahí. Solo está bien.
La verdad entera es que, es que fuí hasta ahí para verlo a él. Me vestí toda, combiné algo algunas cosas, para verlo a él. Para contarle de las últimas cosas que me venían pasando. Del viaje en colectivo que había tenido hasta ahí, donde casi caigo redonda en el suelo. De mi calzado nuevo, medio brilloso. De mí.

Debajo del sillón del living tiene una bomba que él mismo fabricó. Una tarde que estaba aburrido, me cuenta- me sigue contando su madre- mi hijo se puso a fabricar bombitas. No las explota, nunca las explota. Siempre las deja ahí. Ahí para que algún día, cuando se le ocurra, las vuele. A veces algunos cables quedan colgando, y tengo que correrlos con la aspiradora. Me cuenta. Es que son los cables de mi hijo. Yo no podría prohibirle esto. Y mientras esto me cuenta,  me doy cuenta que está más anciana que nunca y que huele a bizcochuelo.
Que estoy cansada, realmente agotada, de su hijo y de sus bombas.
 "Igualmente él y yo, quedamos en que las va a explotar fuera de casa" me cuenta la mujer.

martes, 22 de mayo de 2012

Lautaro y la pólvora- Inicio-

Es el principio de todo, y es eso quizás lo que más me gusta. Que todavía no haya empezado. Me gusta cuando todo huele a pólvora, sin siquiera todavía haber explotado. Todos los días igual- porque todavía la estoy fabricando- Todos los días pienso en cuando salga a volar algo. Que algo explote, para mí, serán como mis inicios. Mis primeros pasos. Me gusta la idea de convertirme en un profesional. Me gusta estar cocinando esta bomba mientras mamá duerme; o mientras mamá todavía no llegó. No me disgusta para nada que salga todas las noches con ese tipo, me da tiempo de estar solo, creandome esta profesión. No hay nada falso en mí cuando cocino explosivos. Aunque sí, si pienso en en ese señor, que se la lleva todas las noches a mi mamá a pasear a la Costanera...si pienso en él, me dan más ganas de cocinar más explosivos. Es que es él el blanco perfecto. Tiene unos ojos redondos como mundos para mí. Mundos que no son para mamá, que son mios, que son solo para estas bombas.

La otra noche traté de hacer poco ruído. Las mezclas son peligrosas-si algo sale mal me muero- y se muere el que esté en casa conmigo. Durmiendo. Solo quiero cuidarle el sueño a mamá. Darle tiempo para el gran atentado. Un derrumbe es cosa sencilla, si están todos los factores dados. Un derrumbe es silencioso si el que lo otorga está calmo. Si el creador posee algo sabio.

Cuando era chico mi mamá me decía que me cuidara de los hombres que miran mal. Ahora que crecí me fabrico herramientas. Yo, solito y en piyamas, me creo mi propio mundo de pólvora, para salvar como cualquier supehéroe a la persona que más adora en este planeta. A veces lloro, cuando creo que mi primer paso pueda salir mal. A veces me alegro, entonces me rio, y mi cuarto está poblado de cables de colores.

Los ronquidos de mi mamá me dan calma. Son el sonido más agudo que escuché en toda mi vida. El primer sonido ensordecedor.
Pronto vendrán otros sonidos, asi de fuertes: los míos.
Los que dejen rastro en la historia.

Por lo pronto me voy a dormir. No vaya  a ser cosa que algún vecino sospeche.
Cuando fabrico mis armas me pongo música fuerte, un poco bailo también, para calmar esta pena que tuve siempre.

jueves, 19 de abril de 2012

el sueño de ella.

Me la encontré en un banco de plaza. Estaba debajo de un árbol, el árbol repleto de hojas amarillas que todavía no se habían caído. Que probablemente irían a caerse mañana. El árbol estaba encima de ella.
Traía puesto un vestido amarillo, parecido al de las hojas. No era adrede. Esa imagen de ella fue una de las cosas más bonitas que tuve este mes. Y me le senté al lado, porque al lado de ella hueco, y como si me hubiese estado esperando me miró sin importancia. En el pelo tenía dos colores. Uno se le iba, otro le creía en la coronilla. Algo de esos colores también le combinaba con el vestido. Y la naturaleza, toda puesta ahí para que ella, me hiciese esto.

Me contó que hacía dos noches venía soñando imágenes que recordaba. Que tenía ganas hace tiempo de escribirlas, que no sabía cómo. Yo le dije, desde mí, desde mi adentro de mi campera de cuerpo le dije: que la mejor manera de empezar a escribir es contándole a otro lo que uno está pensando en escribir. Es decir, escribírselo  a un interlocutor en el aire. Que yo quería ser su interlocutor esa mañana. Que yo y mi campera de cuero estábamos dispuestos, frío mediante, a escuchar su historia. Le pregunté si no tenía las piernas heladas, porque piel de gallina, y me respondió que no.

La primera noche soñé varias cosas. Poco recuerdo. Solo una imagen. De acuerdo a los nuevos inventos de la tecnología la gente ya no tenía hijos  verdaderos. O sí. Lo que ya no tenían eran bebés de carne y hueso. Bebés verdaderos. Lo que ahora tenían eran unos ínfimos, de plástico duro, que por momentos lloraban, por momentos reían. Yo tenía uno, porque era madre. Y mucho no me gustaba tener un hijo así de duro, quería vivir la experiencia de golpearle el eructo. Pero no. Todas tenían así y entonces yo también. Me acuerdo de una imagen: una parva de bebés de plástico duro acostados en una cama de dos plazas. Y yo, sentada a los pies, mirándolos. Acunándolos con la mirada más seria del mundo.

Otra noche soñé algo parecido- objetos medio muertos- una amiga mía había desechado unos cáctus de su casa. Ya no los quería, decía que no. Y los había dejado debajo de una mesa ratona a todos. Yo estaba en la casa de mi amiga, pero entre nosotras mucho no nos hablábamos. Estábamos distanciadas. Algo peleadas por algo. Y yo, quería fervientemente esos cáctus, quería cargármelos todos en los brazos y salir corriendo. Juntos. Ellos y yo. Así que algo de eso hice. Me los llevaba. Se los quitaba y no se lo decía.

Cuando terminó de contarme lo que había soñado ya caía el sol. Ni su vestido ni sus colores brillaban ya tanto. Una cosa que justo recordé ahí fue una de las leyes de la luz.  Que un objeto no es nada sin la luz que lo ilumina.
Después nos perdimos, ella y yo. Ya nos estábamos empezando a parecer.

domingo, 15 de abril de 2012

el piyamas de ella.

De nuevo la extraña,
aunque le suene a vida pasada
todo eso
del roce a la mañana.

dormir juntos, ocho horas, y después al despertar quedarse juntos tres horas más quietos. horizontales. solo estando. pasando las horas.

el pelo de esa chica doblegado todo, todísimo en la almohada. Ahora que es pelo teñido
antes pelo virgen, para tirarlo todo, de las puntas, estirarlo y sentirlo suave
manzanilla- olor sobre todo- shampoo de manzanilla de ella en las manos de él. Después de haberse despertado
después de haber dormido juntos
y haber arrugado,
bien arruinaditas
las sábanas nuevas
de Frutillitas
sábanas que eran de ella cuando era chiquita. Y que ahora es grande y la encuentran dormida con un él.

Ella dice que ahora quiere tener novio para regalarle un piyama de hombre. Que pasó por un local de atuendos de hombre, que se quedó mirando las camisas rayadas que usaría si fuese uno, pero que no usa porque no es. Y que así, como mujer que es y se convierte en, no puede salir a la calle con camisa. Que antes, de más joven, quizás sí. Probando esto y aquello. Pero que ahora no, no puede. Que ahora el atuendo femenino- ese que marca- es el que más le corresponde. Además porque ahora sí, tiene forma. Entonces me dijo que vio unos piyamas preciosos, con rombos y botones transparentes, opacos y brillantes- como papel fotográfico- los piyamas que vio. Y dice que se imaginó lo siguiente: sentada en la punta de una cama de dos plazas trayendole a un novio el regalo de cumpleaños. Un novio de confianza, de aproximadamente unos dos años con ella o más. Se imaginó llevandole ese paquete a él, y él abriéndolo con una sonrisa sincera toda en la cara. Entonces él, acto seguido, festejante por ese regalo que su novia le estaba haciendo. Y esa misma noche, después del largo día, él paseándose por la casa en la que viven juntos con el piyama más ñoño y más amoroso del mundo.
Me dijo que para ella, hoy, eso era como el cuadro perfecto de un "de a dos". Hasta se imaginó el formato del pelo de ese novio, el color y la textura.

Ella mirándose al espejo, una de esas mañanas en las que ya estaba lejos de él, recordó lo siguiente: . Cosa que me contó hace poco, seguido a lo que me contaba del piyama.
- que resulta que cuando era chica le gustaba jugar a Aladdín con sus amigas. Tendría alrededor de cinco años seis, de ahí data su recuerdo.Así de lejos. Y que a sus amigas les encantaba le juego, además que eran pocas.
Y que ella siempre hacía de Aladdín.
y que nunca, pero nunca
quería hacer de la princesa Jazmín.

quería ser el héroe
el hombre hermoso con pantalón blanco de árabe
e ir trepando árbol por árbol con un trozo de pan
y un mono
y quizás, más tarde después,
ir cantándole a la luz de una luna llenísima
con una princesa que era su amiga
siempre su amiga
nunca ella.

Quería ser un árabe.

él ahora la recuerda
y todo esto no lo sabe.

lunes, 9 de abril de 2012

dos nenas en Miramar - fucking amal-

Ella es bien rubia, platinada de placenta. Desde el monitor yo percibo que no hay raíz negra. La otra es un poco castaña, con la piel mate. Algo de las pieles y los pelos nos está gustando. La rubia y la castaña se miran, sentadas sobre el colchón vestido. El cuarto es de nena, aunque la castaña haya superado eso. Es su cuarto, y en el cuarto, no hay nenas. En la escena anterior la castaña mira el catálogo de la preparatoria y da con la foto de la rubia. Suena una canción densa, como si eso autorizara sangre. Pero no. La castaña mira a la rubia en el catálogo y se mete el dedo en la bombacha. Eso ya no pasa. Ahora las dos, con sus pieles, pueblan la habitación. La castaña está bastante abrigada en comparación a la rubia: como si algo de la tonalidad también inaugurara distintas temperaturas en los cuerpos.
Por fuera de esa historia, o por los costados del televisor, estamos nosotras. Sintonizar una película con actores que equivalen a los televidentes es la pulcritud de lo que quiero que nos pase: porque yo soy castaña y ella, con un vestido de libélulas obesas que le vuelven oblicuas las partes, es rubia también. No es gorda, es gordita, y el estampado de sus vestidos tira para el lado de lo certero: gorda como gorda sin el –ita-. Igualmente me conmueven sus libélulas. Todo, y eso, ayudado por el kilo de mandarinas que sostiene en una bolsa de plástico. Insiste en sostener y no dejar de ver; encontrar el momento cronometrado en que las actrices hagan una acción símil a comer, para destrozar la bolsa y que las mandarinas nos inunden. Acuerdo tácito entre la gorda que yo quiero y yo, en que es posible estar en la película  adentro de un departamentito en Miramar al mismo tiempo. Afuera llueve, no por eso la película.
La rubia besa impunemente a la castaña que no se anima porque abajo está su papá: que fuma pipa y se queda pelado. La madre organiza, al unísono de la pipa, el cumpleaños de la castaña. A la fiesta nadie viene porque en la preparatoria siempre hay alguno al que no retratan en el catálogo. La castaña es el reflejo vivo de la que no está. A su cumpleaños sólo asistió la rubia y le chupó un beso. Después le pidió perdón y se comió una torta frita (o alguna creación mantecosa de allá de Alemania).
La gorda que yo quiero inaugura la bolsa de mandarinas. No es un evento que dos actrices se besen, sobre todo en juventud, y en un país en el que el idioma parece nulo. Sí es un evento que la escena del beso acompañe al mismo tiempo que la playa se inunda, que la costa argentina de tanta agua tan nula comparada con un beso europeo, y en un departamento una gorda que quiero. El terreno del diluvio hace fértil la vegetación en varias partes, se dice, y acá adentro se vuelve fértil un vínculo que intenta el todo terreno. Es decir, la gorda y yo nunca nos besamos y lo fértil es justamente eso,  que la ficción lo vuelva probabilidad y ahí el todo terreno: abrir el espectro, la variable del beso que todavía no pasó, con una gorda que yo quiero. O creo que quiero. A lo sumo creo.
La rubia anda en moto a pesar de su edad. En Alemania, ya en la preparatoria les compran motos. La castaña se calza el casco y se abre un plano de carretera. Ahí no llueve, acá si: porque acá Miramar y allá no. La rubia y la castaña ya ni siquiera son adolescentes porque la moto ( incluso los cascos) les quitan eso. Se lo arrebatan. Increíble cómo un objeto, y un beso previo, las engrandece. Un parche de por vida en un ojo que acaban de perder. Una marca, registro fiel de algo nuevo. Moto en carretera y dos chicas adultas que hace un rato festejaban un cumple.
La gorda se sonríe sola, como si hubiese entendido algo de todo esto. Acuerdo tácito entre ella y yo. La gorda se pavonea con sus libélulas y va hacia la ventana. Mira la lluvia y mira la playa. Me acerco a la gorda y también le sonrío porque pareciera que no va a parar nunca. Que esto, no va a parar nunca. Miramar así de nulo. 
Es un instante en el que la televisión se apaga; la moto que acarrea a la castaña y a la rubia se funde en segundos sobre un punto blanco que las chupa. La mamá de la gorda nos llama a almorzar.

#La película que ellas ven se llama Fucking Amal, del director Lukas Moodysson.

jueves, 29 de marzo de 2012

dulce.

sos tan dulce conmigo
y yo no sé por qué
no dejo de ver
bebés cayéndose
de sus cunas
de sus moiseses
de los brazos de sus mamases
de las terrazas de sus departamentos
bebés que se mueren
así
cayéndose.

frágiles bebés
de mamás torpes.

sos tan dulce conmigo y yo no sé por qué no pienso más que en gritarte hasta reventarte todo, así, por adentro también, hasta que se te vean las sangres. Se te vean desde afuera las sangres, rojas o púrpuras, como cuando están frescas- las sangres- Sos tan dulce conmigo, y me das silencio y nada más.

Quiero sentarme encima tuyo y borrarte del mapa.
Sos tan dulce conmigo que comerte sería diabetes C.

Nunca antes, en un recital,
se me había cruzado por la cabeza que te cruzaría. Así de húmedo, de transpirado. Y que serías tan dulce conmigo,
en un recital.
Con música de la de verdad. En vivo, transpiración del músico. Y vos, camiseta transpirada.
Y dulce, abrazando a la chica,
debajo de un mar de gente. Salada la gente, como en el mar, nomás que sudada acá.
Y ella, la chica, pensando cómo aniquilar a este oso hormiguero
tan bueno y trompudo.
Tan sano.
Tan para ella.

lunes, 5 de marzo de 2012

2

Sonrisa de mil campos,
un aparato tecnológico inventado cada día,
cada vez.
¿Cuántas ideas,
que tuvo cuánta gente,
entran en su rostro?

No hubo antes,
en toda su vida,
diálogo inconcluso como ése.

Con labios inflados,
gordos dedos que sostienen
el abrazo húmedo.

No se hablan,
se masifican
solos.

1

se mide en la frutera
ocupa espacio
redondo todo
ahí dentro
menos su algo.

en el suelo,
una pluma.
más allá
la almohada.
Todo se termina,
por unidades
también el moblaje.

jueves, 19 de enero de 2012

Alex.

El pelo se lo mete todo adentro de una gomita, pero ese pelo no le queda todo agarrado, ese pelo después sigue y le termina recién en la cintura. Después de la gomita le sigue, largo y quieto, y yo no sé bien dónde le termina. Es difícil saber dónde se le terminan las cosas a Alex. Ella anda. A veces me cuesta imaginármela caminando por la calle. Es como si eso no fuese ella, es como si otro planeta la escupiese cada vez, en cada encuentro.
No es una más, de esas que dan pasos para llegar a estar cerca mío. Ella lo hace de otra manera, con otras formas. Alex fuma uno detrás del otro, y en la cajita va dejando espacios vacíos. Todo pequeñito a veces Alex, las pitadas que le da a cada uno, y así y todo se le consumen en la boca y esa misma boca después pide más.
 Es lindo mirarla a Alex, es lindo imaginársela caminando por una ciudad y no poder. Es lindo no poder imaginarse a Alex, es tan bonito que a uno le cueste, es tan magnífico que haga que a uno las cosas con respecto a ella le cuesten.
 Y a veces, cuando hay bailes a su alrededor, se queda quieta y es algo que tiene adentro lo que le baila. No mucha gente se percata, pero Alex nunca está quieta, siempre es algo más lo que tiene. Siempre es algo más, equiparada al mundo que la rodea.
 Escucha música en inglés Alex, y muchos varones podrían enamorarse de ella solo viendo fotos. Muchos muchachitos de otros países podrían enamorarse de Alex viendo videos de ella en Youtube. Alex no camina, hace eso, Alex flota; y casi nunca puede ser puntual porque  el tiempo de ella es improcedente.
Y algo que hable sobre ella podría no terminar nunca. Una persona soñando con Alex podría estar noches enteras de varios días enteros, y quizás hasta meses. ¿Cuánto jugo sacar de Alex en un sueño?

Alex a veces me dice "vamos", pero es difícil seguirla, teniendo en cuenta que Alex es un deseo.

estancia.

Y están los dos asomados a una pileta tan celeste como el cielo se fuese de día. Si fuese de día el cielo estaría todo volcado en la pileta, y arriba de ellos no habría nada. Agujero infinito, un poco incoloro también. Aunque de noche, está todo comprimido ahí. Reprimido y vuelto agua que se mueve si la tocan. Ellos la tocan el agua, de vez en cuando, y entonces se mojan. Ahí comparten.
Hay un encierro que no se traspone con nada, piensa eso, lo anota y luego duerme. Ahí todo está bien. Ahí, todo siempre va a estar bien.
Es una estancia con caballos que nadan en piletas, y si pudiesen, volarían con armamentos muy duros que los sostuviesen. Porque nadar no se ayuda con nada, en cambio volar siempre está acompañado de naves. Está compuesto de un invento que se pensó, con anterioridad. ¿Qué haríamos acá, si un caballo se nos cayese? ¿si nuestro invento no hubiese funcionado y tuviéramos que, tristemente, abrir los brazos para recibir a este caballo que viene en caída libre del cielo celeste?
Es una estancia con ovejas también, que se agotan de su lana y se les pudre en vida. Ya antes de quitársela, la lana está rota, y de nada sirve ya que la oveja siga viva. Pareciera que los dos quieren aniquilar a la oveja, pero hay algo en la mirada del animal que los conmueve. Entonces, los dos otra vez, prueban el invento propio. Y salen y vuelan, esta vez sin caballos, y miran a la oveja a la distancia. Desde el cielo celeste la miran a la oveja pastar, alimentarse sin ningún fin, pudriendo su propia lana. Pareciera que los dos, desde allá arriba volando, se quedan dormidos. Y por lo que se ve de sus caras, ahí no hay nada de malo. Nada malo, podría pasarles allá arriba, con los ojos cerrados.

Completa.

Se miraban porque eso les gustaba. Caminar y no dejar de mirarse, y nada del miedo aparecía al pensar que podían llevarse una persona por delante. Chocarse con alguien que viniera caminándoles de frente y pum, delicado choque físico. Porque así se sentían seguros. No tanto ella, su seguridad no era prolongada, duraba lo que existía el encuentro. No más. Después, cuando ya no lo veía, sabía que  estaba entrando a una dimensión desconocida de lo que una persona puede ser (o no). Porque él, estando con ella, era una cosa. Pero él, puesto en el mundo, era otra. Era viable esta posibilidad de ser dos, ser uno muy mágico y otro no tanto. Para ella, uno de él era mágico y otro se tornaba en algo aborrecible. Infame. Un él que no la quería, que no la deseaba, que no la elegiría entre tantas otras mujercitas vueltas por ahí con cuerpos parecidos al suyo. Todo eso en la cabeza de ella mientras iban caminando por unos bosques improvisados. Bosques que armaba la ciudad para evadirse de lo llano. Era así, era algo así como que en un cuadradito de ciudad habían crecido unos árboles con pájaros pegados; entonces ese cuadradito estaba lindo. Uno quería estar rodeado de ese cuadradito un domingo, uno quería padecerlo, pensar que a uno también podía pasarle eso de que le creciera un cuadradito feliz en alguna parte. Y dentro de ese cubículo paseaba la pareja. Él le daba la mano a ella, no podía estar sin tener contacto con sus dedos. Algo de eso que se le había armado a ella, esa extremidad, lo conmovía. A ella le había crecido el pelo, de antes a ahora, entonces el viento le hacía de las suyas ahí atrás donde le empezaba la nuca. Eso a él también le gustaba, le parecía publicitario y delicado. Esas dos cosas convivían en su novia y  a él, le parecían inmensas.
 Había algo del afecto que en él no se había desarrollado, como un cuerpito que nace sin manos o sin boca. Son cosas que suceden, pensaba ella, y miraba el semáforo cada tanto aunque ni siquiera estuviese cruzando la calle. Por momentos quería estar colgada de ahí, ahí arriba indicándoles a todos esos autos hacia dónde ir y cuando. Recomendándoles cuándo, quizás, podía ser necesario tomarse un descanso de esa línea gris que los llevaba. Y los llevaba hacia adelante. Siempre, esa línea gris que era calle, siempre estaba llevándolos. Caminaban juntos y ahora miraban hacia el frente, se les abría el sol y los abrazaba como si sus brazos pudiesen ser concretos. Algo del calor les daba esa sensación, y sonreían al aire y los ojos se les arrugaban porque la luz no era amiga. La luz les dolía y el abrazo los nutría. “Cuánto”, pensaba él.
 Después llegaban a otra porción de plaza llena de árboles en donde se escondían un poco. Descansaban de todo el “cuánto” que él había considerado, y se abrazaban entre ellos dándose besos sobre los pulóveres y las espaldas. Él se había cortado el pelo hacía poco, así que cuando ella le frotaba la palma de la mano en la nuca se le pinchaban apenas unas cositas. Eso a ella le gustaba. Otro abrazo inmenso con palabras mínimas en los oídos y se seguía caminando. Una calle en subida, y ahí, había vivido una señora que alimentaba gatos le comentaba él. Que la señora estaba loca, porque eso parecía, una señora loca. El aspecto estaba muy bien logrado. Él le contaba que cuando un individuo se acercaba a ella, subiendo esas escaleras en donde estaban ellos parados ahora, la señora demente les gritaba cosas desde las entrañas. Que en general los gritos no vienen de ahí, le decía él, pero que los gritos más veraces vienen de ahí dentro y que esta señora sí que era sincera. Una bruja en la ciudad, y que la rodeaban gatos con ojos igual de desencajados que los de ella, gatos que también maullaban desde dentro para musicalizarle mejor el asunto a su dueña. A ella, la idea de caminar donde había pasado sus días una loca, le agradaba. Entonces lo abrazaba de vuelta, embelesada con la historia de una mujer que ahí hoy no estaba. Y ahí fue que ella empezó a correr, porque además esa semana se había comprado un par de zapatillas que le permitían eso y mucho más. Es decir que las zapatillas necesitaban que las corriesen, y ahí fue que ella se acordó de eso y corrió unos metros hacia adelante. Él no la siguió. La miraba desde atrás con una sonrisa media. Meditaba que no le pidiese, otra vez, ser eso que él no era. Ser un hombrecito completo, porque algo de cubrir todo el rol lo convertía en completo, sí, en triste y completo. Tanto lo entristecía, lo desencajaba, no le resultaba fácil desentonar consigo mismo. Por eso no la corría, no quería correrla, no quería volver a estar ahí una vez más.
Ella volvió a su lado, dejó de correr, lo agarró de la mano y siguieron caminando al unísono. Así de lento, así era que caminaban. Avanzaban lento porque eso sí. Un poco de tristeza le daba correr sola, porque sus zapatillas hubiesen querido más, pero sola se corre poco. No se puede mucho si no tiene a quien seguir. Entonces volvían los dos a esto de avanzar en plaza un domingo. Muchas personas reunidas en porciones de pasto, llenándose los cuerpos de comida dulce y limpiándose las bocas. Evitando todos dejar rastros. Abusando del recurso de la servilleta. Personas abrazadas, puestas arriba, puestas abajo. Todos vínculos sentados en mantas para ahuyentar hormigas, cosa verde. Y en el asfalto, espiando todo eso  y siendo parte, caminaban ellos dos. Seguían haciéndolo.
 Habían llegado a una calle. Volvía de a poco la ciudad. Sobre la vereda vacía, un tronco estacionado y caído. Una punta de tronco afiladísima, apuntando hacia la dirección en la que ella venía caminando. Una vez más, se sonreían, como si nada por fuera los estuviese transformando y entonces ahí el tronco se la tragó. La punta del tronco, toda entera, la atravesó a ella y ella quedó atravesada. Muerta por un tronco dedicado, puesto ahí para que ella.
 El tronco la traspone y él, mira serio, como esperando que sea ella una vez más la que resuelva. La que maniobre.

lunes, 9 de enero de 2012

el camión mago de Manuel.

De vez en cuando, Manuel salía a la puerta de su casa y sacaba la basura. Era ese el único contacto que Manuel tenía con el aire. Si en ese lapso de calle y Manuel pasaba un camión con acoplado, de esos que mucho ruído hacen, a él se le encriptaban los oídos y pegaba un alarido que asustaba a cualquier persona que por ahí pasara. Es que para Manuel la cosa era así. No había que hablar con la gente, simplemente bastaba-nomás- con asustarla; y hacerles saber de buena manera que uno estaba ahí también, igual que ellos, en el mundo. Parado en un mundo que mucho pedía de uno. Un mundo que no quería estarse vacío, pedía constantemente relleno humano. A veces Manuel se reflejaba en la bolsa de consorcio que sacaba a la calle. Y entonces, se veía a él mismo parado en el mundo. En una vereda que no pedía mucho, no tanto como otras. Manuel no se contentaba con esa imagen de él mismo. Pasó una vez que, saliendo del edificio un día de semana por la noche, justo pasaba el camión basurero. Cosa que jamás pasaba, a nadie, en este mundo. Nunca pasaba que alguien salía  a la calle a dejar la cosa, y justo-justísimo- pasara el camión recolector de la cosa. Casi como un encuentro casual: Manuel sacaba la causa y pasaba el efecto a recogerla. Así las cosas. El camión basurero no hacía tanto espamento, este era un poco más tranquilo que los que solía oír en general. El camión venía con un grupo de tipitos colgados en la parte de atrás. De unas barandas que traía atrás, fabricadas especialmente para eso, venían los tres tipitos cantando canciones en otro idioma. Los tres bien peinados, adrede, como si en cada detención se hubiesen peinado mirandose en el reflejo de alguna bolsa de consorcio ajena. Así iban. Y Manuel, parado junto al árbol que tenía la puerta de su casa, los miraba atónito. Jamás había vivido esta experiencia de tan cerca. En general, siempre le habían contado que pasaba una cosa así, pero es que nunca la había visto verdaderamente. Sintió, a duras penas, que esos eran los verdaderos reyes magos que tanto le habían ocultado a lo largo de su vida. Que ahí estaban, y que él, los acababa de descubrir. Manuel traía ojotas, y una remera de Miami turismo que no le pertenecía. Y sudaba también, sudaba porque estaba presenciando el hecho mágico. ¿Cuántas basuras había sacado ya, a lo largo de su vida, sin toparse con la verdad? Los tres tipitos bajaron del camión, casi al unísono, a recoger las bolsas de aquél árbol. Los tres miraban con atención la bolsa que Manuel traía colgando, pero que no largaba. Uno de ellos, lo increpó:
-Maestro, ¿esa bolsa te la vas a quedar o nos la llevamos?

Manuel estaba conmovido. Jamás lo habían nombrado maestro de ninguna cosa. La camiseta de Miami turismo le sudaba.

-No. Lleven.

Respondió Manuel. Y no soltó la bolsa, se entregó a él mismo. Con bolsa y todo, exigía que sus reyes magos verdaderos se lo llevasen.
Los tipitos mucho no dijeron. Lo invitaron a subirse al estribo del camión basurero y viajaron la noche entera. Manuel ahí estaba. Ahí, sí que estaba.

lunes, 2 de enero de 2012

Diálogo mirando la tormenta.

-¿Pero vos decís que no es grave?

-No

-Porque yo nunca había visto algo así. Una tormenta que se viene, así como esa. Así de oscura, digo.

-Si fuese grave no estaría tan tranquilo.

-No, ya sé. Pero quizás lo hacés para no asustarme.

-...

-Nunca vi algo tan oscuro que se acerque. Además la gente está alterada, pero no lo demuestran. No quieren entrar en pánico, pero están todos con esta circunstancia del 2012.

-No. Lo que pasa es que acá el cielo se ve más que en Buenos Aires, ¿no ves todo el cielo que se ve? es eso. No es el 2012.

-Bueno. Quizás me tocó ver el fin del mundo desde acá, desde el campo. Quizás me tocó verlo todo entero.

-...

-¿Por qué entonces la gente se quedaría sentada afuera de su casa, mirando para arriba ? Esperan algo.

-Esto es el campo. Todos se quedan afuera de su casa en un banco. Sobre todo las parejas antiguas.

-Sí, esas. Son las más amarillistas. Son las que más miedo me dan. Miran con seguridad. Yo te digo, acá se acaba todo. No quiero acabarme acá, en Bolívar.

-...

-Hablame.

-Si este fuese el fin del mundo, no deberías estar perdiendo el tiempo que te queda hablando del poco tiempo que te queda porque es el fin del mundo.

-Cuando lleguemos, voy a pedirle a tu mamá que me abrace fuerte.

-Va a estar bien. Pedile.