domingo, 18 de noviembre de 2012

Dios es una mujer cuando se vistió lindo

Nosotras hubimos una vez,
dos jóvenes castañas que vivimos en un castillo.
Nacimos hará unas cuantas décadas. Y la juventud es lo que único que no cede.
El castillo está alejado de todos los edificios de la ciudad,
pero aún así, si necesitábamos conseguir alguna cosa para la supervivencia,
salímos
y en caballos que no nos pertenecieron nunca, atravesamos unos ríos medio bajos,
medio muertos los ríos,
para conseguir comida.
En general a las dos, que siempre fuimos castañas de placenta,
nos gusta comer las mismas cosas.
A ella, sobre todo, todo lo que estuviese vivo.
A mi hermana le gusta el movimiento en su boca.
Que haya vida dentro suyo,
que no sea descendencia
sino más bien algo ajeno, que termine formando parte,
una vez que esté muerto.
Bien herido.
A mi hermana le gusta, bien que le gusta, otorgarle a las cosas padecimiento.
A los animalitos del bosque, por ejemplo,
de ese bosque impostado que crece nomás abajo de nuestro castillo.
Porque, como dije antes, nosotras habitamos un castillo que es de nuestro padre.
Pero nuestro padre no está muerto
y el castillo no está lejos.
Que los demás, que no son nosotras,
ni castaños,
no puedan acercarse hacia aquí.
Eso,
eso es cosa de cuentos.
Y lo de lo que yo quiero hablar, casi siempre,
es de éste, mi cuento.

Soy Cecinicienta,
y de nada me sirvieron nunca los apodos ya que, ni siquiera eso,
impedía que me cortejasen.
Pensé que quitándome el nombre tan meloso que me habían puesto, evitaría a los románticos,
pero me equivoqué
porque lo que tengo de fémina
está devorándome
me chorreo sola, y no quiero
chorreo un líquido espeso, que no alumbra ni refleja
 miro al suelo y estoy mojada
de tan invicta que soy desde hace tanto tiempo
Tantos años.
La primera vez que entendí un poco de esto fue una mañana,
de esas de castillos, en las que puede oler también a desayuno.
 Me puse unas botas gigantes,
inmensas,
limpias de todo el barro que tendrían después
más adelante en el tiempo
y con las botas viajé en una yegua. La yegua que me regaló mi padre.
Ese que está en casa pero que no hace ruido,
el padre de todas las cosas silenciosas,
no hay padre para lo que emite sonido, incluso movimiento,
aunque jura ser mi padre y el de mi hermana,
jura que es así, aunque le cueste,
aunque quisiese otras cosas.
Otros vínculos.
Otras historias.
Otro dúo al que reinarle.
Me subí a la yegua y la monté durante horas,
sobre la llanura del castillo en el que vivo, acá, en la ciudad.
Que no está tan lejos de la gente normal,
solamente hay que subirse a los caballos para llegar hasta ahí,
pero hoy ya no está la yegua, esa ya no, la yegua esclarecedora.

Me subi con mis botas inmensas y entendí.

Los cuerpos femeninos no necesitan ambiente.



Me enredé los cabellos con los de ella y las dos saltamos, tiesas, en la llanura.
Desde abajo, a lo lejos, estaba agachado, espiando, el cuerpo de mi hermana.
La alcancé a ver con los ojos un poco cerrados, medio chinos
descubría tierra cada vez que la veía a mi hermana así.
A ella le urgía la yegua.
y otra vez, por segunda vez esa mañana,
se formó un charco de agua debajo de mi presencia.

Al rato, casi al instante, cuando mi hermana yo y la yegua estábamos juntas
decidimos asomarnos para vernos en el charco.
Y ahí, ahi no vimos nada.
Mi agua no reflejaba.
Tomé las manos de mi hermana y me lastimé un poco con los anillos pinchudos, de cotillón,
que llevaba con el ahínco de una nena que es nueva
que todavía no entendió
que tener una hermana mujer.

el cuento que no empieza y acá ya hay desgracia.

martes, 13 de noviembre de 2012

Cuando se muere la abuela

La última vez que la ví no tenía tantas arrugas,
porque ella,
según todos,
tenía un cutis privilegiado.
Cuando estaba embalsamada ya,
no había cambiado tanto.
Según todos,
después del embalsame,
los cuerpos tienden a rejuvenecerse.
Pero ella no tuvo ese estilo,
sino que todo lo contrario,
aún en la vejez,
tendía a permanecerse joven
chiquita,
juguetón su rostro todo.
Y la última vez que la ví,
cuando todavía hablaba,
me preguntó más de una vez si yo era
quien decía ser.
Más de una vez dudé en darle una respuesta.
No podía ser certera.
Es difícil que algo sea certero,
teniendo un abuelo cerca.
Parece ser que el anciano,
es el primer eslabón de toda la cosa.
De ahí en más,
después de siglos,
entra una en juego.
Y la última vez que la vi
cuando estaba acurrucada en su silla móvil,
me tomaba de las manos y me decía que era linda,
que qué linda era,
y que de dónde había salido.
Así, tan linda.
Le conté que tenía una madre,
y pura casualidad,
ese cuerpo de mujer,
me había engendrado.
Y tiempo antes,
más casualidad aún,
cuando ella también era una mujer posible,
habia engendrado a una madre.
Porque todas,
después de siglos,
entran en juego como madres.
La última vez que la vi a mi abuela
me dolió la femeneidad.
Tener que cargar con el peso de que la cosa sigue,
sigue y seguirá,
y las mujeres seguirán engendrando mujeres,
que se mirarán a los ojos,
cuantas veces más,
acurrucadas en sillas que rueden,
plasmadas de arrugas
en pelo fino
pidiendo una vez más,
una explicación,
a la descendencia descocada.
Porque la cosa no cesa,
sigue su rumbo
y a las mujeres, un día,
se las entierra.
Aunque todavía huelan rico
y el pelo se les enrule al más mínimo contacto.
La última vez que la ví,
a mi abuela,
tuve que despedirla en silencio.
Le rocé el hombro enfermo,
aunque sin heridas,
y en silencio le dije
en diminutivo todo,
que cuanto la quería,
que cuanto la quise,
que todo eso, aunque yo fuese una mujer parada
en vez de acostada, como ella,
que todo eso era cierto
aunque silencioso.

La última vez que la vi, en realidad,
estaba cellada.
Brillaba como una nube intacta y flaca.
La nube que no pasa
porque no pesa
sino que se queda ahi
hasta que algo la tapa
la tierra.

Le tiré tierra, la última vez que la ví.
La metí en un cajón inmenso,
aunque yo no directamente,
pero sí,
la metí adentro de un cajón y ni una lágrima largué.
Porque sabía que mi pena no iría a llegarle.
¿qué sentido tiene,
llorarle a quien no lo ve?

La última vez que ví,
tenía una abuela
ahora
ese llanto ya no tiene origen.
porque la mujer primera
ya se fue.