jueves, 19 de enero de 2012

Alex.

El pelo se lo mete todo adentro de una gomita, pero ese pelo no le queda todo agarrado, ese pelo después sigue y le termina recién en la cintura. Después de la gomita le sigue, largo y quieto, y yo no sé bien dónde le termina. Es difícil saber dónde se le terminan las cosas a Alex. Ella anda. A veces me cuesta imaginármela caminando por la calle. Es como si eso no fuese ella, es como si otro planeta la escupiese cada vez, en cada encuentro.
No es una más, de esas que dan pasos para llegar a estar cerca mío. Ella lo hace de otra manera, con otras formas. Alex fuma uno detrás del otro, y en la cajita va dejando espacios vacíos. Todo pequeñito a veces Alex, las pitadas que le da a cada uno, y así y todo se le consumen en la boca y esa misma boca después pide más.
 Es lindo mirarla a Alex, es lindo imaginársela caminando por una ciudad y no poder. Es lindo no poder imaginarse a Alex, es tan bonito que a uno le cueste, es tan magnífico que haga que a uno las cosas con respecto a ella le cuesten.
 Y a veces, cuando hay bailes a su alrededor, se queda quieta y es algo que tiene adentro lo que le baila. No mucha gente se percata, pero Alex nunca está quieta, siempre es algo más lo que tiene. Siempre es algo más, equiparada al mundo que la rodea.
 Escucha música en inglés Alex, y muchos varones podrían enamorarse de ella solo viendo fotos. Muchos muchachitos de otros países podrían enamorarse de Alex viendo videos de ella en Youtube. Alex no camina, hace eso, Alex flota; y casi nunca puede ser puntual porque  el tiempo de ella es improcedente.
Y algo que hable sobre ella podría no terminar nunca. Una persona soñando con Alex podría estar noches enteras de varios días enteros, y quizás hasta meses. ¿Cuánto jugo sacar de Alex en un sueño?

Alex a veces me dice "vamos", pero es difícil seguirla, teniendo en cuenta que Alex es un deseo.

estancia.

Y están los dos asomados a una pileta tan celeste como el cielo se fuese de día. Si fuese de día el cielo estaría todo volcado en la pileta, y arriba de ellos no habría nada. Agujero infinito, un poco incoloro también. Aunque de noche, está todo comprimido ahí. Reprimido y vuelto agua que se mueve si la tocan. Ellos la tocan el agua, de vez en cuando, y entonces se mojan. Ahí comparten.
Hay un encierro que no se traspone con nada, piensa eso, lo anota y luego duerme. Ahí todo está bien. Ahí, todo siempre va a estar bien.
Es una estancia con caballos que nadan en piletas, y si pudiesen, volarían con armamentos muy duros que los sostuviesen. Porque nadar no se ayuda con nada, en cambio volar siempre está acompañado de naves. Está compuesto de un invento que se pensó, con anterioridad. ¿Qué haríamos acá, si un caballo se nos cayese? ¿si nuestro invento no hubiese funcionado y tuviéramos que, tristemente, abrir los brazos para recibir a este caballo que viene en caída libre del cielo celeste?
Es una estancia con ovejas también, que se agotan de su lana y se les pudre en vida. Ya antes de quitársela, la lana está rota, y de nada sirve ya que la oveja siga viva. Pareciera que los dos quieren aniquilar a la oveja, pero hay algo en la mirada del animal que los conmueve. Entonces, los dos otra vez, prueban el invento propio. Y salen y vuelan, esta vez sin caballos, y miran a la oveja a la distancia. Desde el cielo celeste la miran a la oveja pastar, alimentarse sin ningún fin, pudriendo su propia lana. Pareciera que los dos, desde allá arriba volando, se quedan dormidos. Y por lo que se ve de sus caras, ahí no hay nada de malo. Nada malo, podría pasarles allá arriba, con los ojos cerrados.

Completa.

Se miraban porque eso les gustaba. Caminar y no dejar de mirarse, y nada del miedo aparecía al pensar que podían llevarse una persona por delante. Chocarse con alguien que viniera caminándoles de frente y pum, delicado choque físico. Porque así se sentían seguros. No tanto ella, su seguridad no era prolongada, duraba lo que existía el encuentro. No más. Después, cuando ya no lo veía, sabía que  estaba entrando a una dimensión desconocida de lo que una persona puede ser (o no). Porque él, estando con ella, era una cosa. Pero él, puesto en el mundo, era otra. Era viable esta posibilidad de ser dos, ser uno muy mágico y otro no tanto. Para ella, uno de él era mágico y otro se tornaba en algo aborrecible. Infame. Un él que no la quería, que no la deseaba, que no la elegiría entre tantas otras mujercitas vueltas por ahí con cuerpos parecidos al suyo. Todo eso en la cabeza de ella mientras iban caminando por unos bosques improvisados. Bosques que armaba la ciudad para evadirse de lo llano. Era así, era algo así como que en un cuadradito de ciudad habían crecido unos árboles con pájaros pegados; entonces ese cuadradito estaba lindo. Uno quería estar rodeado de ese cuadradito un domingo, uno quería padecerlo, pensar que a uno también podía pasarle eso de que le creciera un cuadradito feliz en alguna parte. Y dentro de ese cubículo paseaba la pareja. Él le daba la mano a ella, no podía estar sin tener contacto con sus dedos. Algo de eso que se le había armado a ella, esa extremidad, lo conmovía. A ella le había crecido el pelo, de antes a ahora, entonces el viento le hacía de las suyas ahí atrás donde le empezaba la nuca. Eso a él también le gustaba, le parecía publicitario y delicado. Esas dos cosas convivían en su novia y  a él, le parecían inmensas.
 Había algo del afecto que en él no se había desarrollado, como un cuerpito que nace sin manos o sin boca. Son cosas que suceden, pensaba ella, y miraba el semáforo cada tanto aunque ni siquiera estuviese cruzando la calle. Por momentos quería estar colgada de ahí, ahí arriba indicándoles a todos esos autos hacia dónde ir y cuando. Recomendándoles cuándo, quizás, podía ser necesario tomarse un descanso de esa línea gris que los llevaba. Y los llevaba hacia adelante. Siempre, esa línea gris que era calle, siempre estaba llevándolos. Caminaban juntos y ahora miraban hacia el frente, se les abría el sol y los abrazaba como si sus brazos pudiesen ser concretos. Algo del calor les daba esa sensación, y sonreían al aire y los ojos se les arrugaban porque la luz no era amiga. La luz les dolía y el abrazo los nutría. “Cuánto”, pensaba él.
 Después llegaban a otra porción de plaza llena de árboles en donde se escondían un poco. Descansaban de todo el “cuánto” que él había considerado, y se abrazaban entre ellos dándose besos sobre los pulóveres y las espaldas. Él se había cortado el pelo hacía poco, así que cuando ella le frotaba la palma de la mano en la nuca se le pinchaban apenas unas cositas. Eso a ella le gustaba. Otro abrazo inmenso con palabras mínimas en los oídos y se seguía caminando. Una calle en subida, y ahí, había vivido una señora que alimentaba gatos le comentaba él. Que la señora estaba loca, porque eso parecía, una señora loca. El aspecto estaba muy bien logrado. Él le contaba que cuando un individuo se acercaba a ella, subiendo esas escaleras en donde estaban ellos parados ahora, la señora demente les gritaba cosas desde las entrañas. Que en general los gritos no vienen de ahí, le decía él, pero que los gritos más veraces vienen de ahí dentro y que esta señora sí que era sincera. Una bruja en la ciudad, y que la rodeaban gatos con ojos igual de desencajados que los de ella, gatos que también maullaban desde dentro para musicalizarle mejor el asunto a su dueña. A ella, la idea de caminar donde había pasado sus días una loca, le agradaba. Entonces lo abrazaba de vuelta, embelesada con la historia de una mujer que ahí hoy no estaba. Y ahí fue que ella empezó a correr, porque además esa semana se había comprado un par de zapatillas que le permitían eso y mucho más. Es decir que las zapatillas necesitaban que las corriesen, y ahí fue que ella se acordó de eso y corrió unos metros hacia adelante. Él no la siguió. La miraba desde atrás con una sonrisa media. Meditaba que no le pidiese, otra vez, ser eso que él no era. Ser un hombrecito completo, porque algo de cubrir todo el rol lo convertía en completo, sí, en triste y completo. Tanto lo entristecía, lo desencajaba, no le resultaba fácil desentonar consigo mismo. Por eso no la corría, no quería correrla, no quería volver a estar ahí una vez más.
Ella volvió a su lado, dejó de correr, lo agarró de la mano y siguieron caminando al unísono. Así de lento, así era que caminaban. Avanzaban lento porque eso sí. Un poco de tristeza le daba correr sola, porque sus zapatillas hubiesen querido más, pero sola se corre poco. No se puede mucho si no tiene a quien seguir. Entonces volvían los dos a esto de avanzar en plaza un domingo. Muchas personas reunidas en porciones de pasto, llenándose los cuerpos de comida dulce y limpiándose las bocas. Evitando todos dejar rastros. Abusando del recurso de la servilleta. Personas abrazadas, puestas arriba, puestas abajo. Todos vínculos sentados en mantas para ahuyentar hormigas, cosa verde. Y en el asfalto, espiando todo eso  y siendo parte, caminaban ellos dos. Seguían haciéndolo.
 Habían llegado a una calle. Volvía de a poco la ciudad. Sobre la vereda vacía, un tronco estacionado y caído. Una punta de tronco afiladísima, apuntando hacia la dirección en la que ella venía caminando. Una vez más, se sonreían, como si nada por fuera los estuviese transformando y entonces ahí el tronco se la tragó. La punta del tronco, toda entera, la atravesó a ella y ella quedó atravesada. Muerta por un tronco dedicado, puesto ahí para que ella.
 El tronco la traspone y él, mira serio, como esperando que sea ella una vez más la que resuelva. La que maniobre.

lunes, 9 de enero de 2012

el camión mago de Manuel.

De vez en cuando, Manuel salía a la puerta de su casa y sacaba la basura. Era ese el único contacto que Manuel tenía con el aire. Si en ese lapso de calle y Manuel pasaba un camión con acoplado, de esos que mucho ruído hacen, a él se le encriptaban los oídos y pegaba un alarido que asustaba a cualquier persona que por ahí pasara. Es que para Manuel la cosa era así. No había que hablar con la gente, simplemente bastaba-nomás- con asustarla; y hacerles saber de buena manera que uno estaba ahí también, igual que ellos, en el mundo. Parado en un mundo que mucho pedía de uno. Un mundo que no quería estarse vacío, pedía constantemente relleno humano. A veces Manuel se reflejaba en la bolsa de consorcio que sacaba a la calle. Y entonces, se veía a él mismo parado en el mundo. En una vereda que no pedía mucho, no tanto como otras. Manuel no se contentaba con esa imagen de él mismo. Pasó una vez que, saliendo del edificio un día de semana por la noche, justo pasaba el camión basurero. Cosa que jamás pasaba, a nadie, en este mundo. Nunca pasaba que alguien salía  a la calle a dejar la cosa, y justo-justísimo- pasara el camión recolector de la cosa. Casi como un encuentro casual: Manuel sacaba la causa y pasaba el efecto a recogerla. Así las cosas. El camión basurero no hacía tanto espamento, este era un poco más tranquilo que los que solía oír en general. El camión venía con un grupo de tipitos colgados en la parte de atrás. De unas barandas que traía atrás, fabricadas especialmente para eso, venían los tres tipitos cantando canciones en otro idioma. Los tres bien peinados, adrede, como si en cada detención se hubiesen peinado mirandose en el reflejo de alguna bolsa de consorcio ajena. Así iban. Y Manuel, parado junto al árbol que tenía la puerta de su casa, los miraba atónito. Jamás había vivido esta experiencia de tan cerca. En general, siempre le habían contado que pasaba una cosa así, pero es que nunca la había visto verdaderamente. Sintió, a duras penas, que esos eran los verdaderos reyes magos que tanto le habían ocultado a lo largo de su vida. Que ahí estaban, y que él, los acababa de descubrir. Manuel traía ojotas, y una remera de Miami turismo que no le pertenecía. Y sudaba también, sudaba porque estaba presenciando el hecho mágico. ¿Cuántas basuras había sacado ya, a lo largo de su vida, sin toparse con la verdad? Los tres tipitos bajaron del camión, casi al unísono, a recoger las bolsas de aquél árbol. Los tres miraban con atención la bolsa que Manuel traía colgando, pero que no largaba. Uno de ellos, lo increpó:
-Maestro, ¿esa bolsa te la vas a quedar o nos la llevamos?

Manuel estaba conmovido. Jamás lo habían nombrado maestro de ninguna cosa. La camiseta de Miami turismo le sudaba.

-No. Lleven.

Respondió Manuel. Y no soltó la bolsa, se entregó a él mismo. Con bolsa y todo, exigía que sus reyes magos verdaderos se lo llevasen.
Los tipitos mucho no dijeron. Lo invitaron a subirse al estribo del camión basurero y viajaron la noche entera. Manuel ahí estaba. Ahí, sí que estaba.

lunes, 2 de enero de 2012

Diálogo mirando la tormenta.

-¿Pero vos decís que no es grave?

-No

-Porque yo nunca había visto algo así. Una tormenta que se viene, así como esa. Así de oscura, digo.

-Si fuese grave no estaría tan tranquilo.

-No, ya sé. Pero quizás lo hacés para no asustarme.

-...

-Nunca vi algo tan oscuro que se acerque. Además la gente está alterada, pero no lo demuestran. No quieren entrar en pánico, pero están todos con esta circunstancia del 2012.

-No. Lo que pasa es que acá el cielo se ve más que en Buenos Aires, ¿no ves todo el cielo que se ve? es eso. No es el 2012.

-Bueno. Quizás me tocó ver el fin del mundo desde acá, desde el campo. Quizás me tocó verlo todo entero.

-...

-¿Por qué entonces la gente se quedaría sentada afuera de su casa, mirando para arriba ? Esperan algo.

-Esto es el campo. Todos se quedan afuera de su casa en un banco. Sobre todo las parejas antiguas.

-Sí, esas. Son las más amarillistas. Son las que más miedo me dan. Miran con seguridad. Yo te digo, acá se acaba todo. No quiero acabarme acá, en Bolívar.

-...

-Hablame.

-Si este fuese el fin del mundo, no deberías estar perdiendo el tiempo que te queda hablando del poco tiempo que te queda porque es el fin del mundo.

-Cuando lleguemos, voy a pedirle a tu mamá que me abrace fuerte.

-Va a estar bien. Pedile.