jueves, 19 de abril de 2012

el sueño de ella.

Me la encontré en un banco de plaza. Estaba debajo de un árbol, el árbol repleto de hojas amarillas que todavía no se habían caído. Que probablemente irían a caerse mañana. El árbol estaba encima de ella.
Traía puesto un vestido amarillo, parecido al de las hojas. No era adrede. Esa imagen de ella fue una de las cosas más bonitas que tuve este mes. Y me le senté al lado, porque al lado de ella hueco, y como si me hubiese estado esperando me miró sin importancia. En el pelo tenía dos colores. Uno se le iba, otro le creía en la coronilla. Algo de esos colores también le combinaba con el vestido. Y la naturaleza, toda puesta ahí para que ella, me hiciese esto.

Me contó que hacía dos noches venía soñando imágenes que recordaba. Que tenía ganas hace tiempo de escribirlas, que no sabía cómo. Yo le dije, desde mí, desde mi adentro de mi campera de cuerpo le dije: que la mejor manera de empezar a escribir es contándole a otro lo que uno está pensando en escribir. Es decir, escribírselo  a un interlocutor en el aire. Que yo quería ser su interlocutor esa mañana. Que yo y mi campera de cuero estábamos dispuestos, frío mediante, a escuchar su historia. Le pregunté si no tenía las piernas heladas, porque piel de gallina, y me respondió que no.

La primera noche soñé varias cosas. Poco recuerdo. Solo una imagen. De acuerdo a los nuevos inventos de la tecnología la gente ya no tenía hijos  verdaderos. O sí. Lo que ya no tenían eran bebés de carne y hueso. Bebés verdaderos. Lo que ahora tenían eran unos ínfimos, de plástico duro, que por momentos lloraban, por momentos reían. Yo tenía uno, porque era madre. Y mucho no me gustaba tener un hijo así de duro, quería vivir la experiencia de golpearle el eructo. Pero no. Todas tenían así y entonces yo también. Me acuerdo de una imagen: una parva de bebés de plástico duro acostados en una cama de dos plazas. Y yo, sentada a los pies, mirándolos. Acunándolos con la mirada más seria del mundo.

Otra noche soñé algo parecido- objetos medio muertos- una amiga mía había desechado unos cáctus de su casa. Ya no los quería, decía que no. Y los había dejado debajo de una mesa ratona a todos. Yo estaba en la casa de mi amiga, pero entre nosotras mucho no nos hablábamos. Estábamos distanciadas. Algo peleadas por algo. Y yo, quería fervientemente esos cáctus, quería cargármelos todos en los brazos y salir corriendo. Juntos. Ellos y yo. Así que algo de eso hice. Me los llevaba. Se los quitaba y no se lo decía.

Cuando terminó de contarme lo que había soñado ya caía el sol. Ni su vestido ni sus colores brillaban ya tanto. Una cosa que justo recordé ahí fue una de las leyes de la luz.  Que un objeto no es nada sin la luz que lo ilumina.
Después nos perdimos, ella y yo. Ya nos estábamos empezando a parecer.

domingo, 15 de abril de 2012

el piyamas de ella.

De nuevo la extraña,
aunque le suene a vida pasada
todo eso
del roce a la mañana.

dormir juntos, ocho horas, y después al despertar quedarse juntos tres horas más quietos. horizontales. solo estando. pasando las horas.

el pelo de esa chica doblegado todo, todísimo en la almohada. Ahora que es pelo teñido
antes pelo virgen, para tirarlo todo, de las puntas, estirarlo y sentirlo suave
manzanilla- olor sobre todo- shampoo de manzanilla de ella en las manos de él. Después de haberse despertado
después de haber dormido juntos
y haber arrugado,
bien arruinaditas
las sábanas nuevas
de Frutillitas
sábanas que eran de ella cuando era chiquita. Y que ahora es grande y la encuentran dormida con un él.

Ella dice que ahora quiere tener novio para regalarle un piyama de hombre. Que pasó por un local de atuendos de hombre, que se quedó mirando las camisas rayadas que usaría si fuese uno, pero que no usa porque no es. Y que así, como mujer que es y se convierte en, no puede salir a la calle con camisa. Que antes, de más joven, quizás sí. Probando esto y aquello. Pero que ahora no, no puede. Que ahora el atuendo femenino- ese que marca- es el que más le corresponde. Además porque ahora sí, tiene forma. Entonces me dijo que vio unos piyamas preciosos, con rombos y botones transparentes, opacos y brillantes- como papel fotográfico- los piyamas que vio. Y dice que se imaginó lo siguiente: sentada en la punta de una cama de dos plazas trayendole a un novio el regalo de cumpleaños. Un novio de confianza, de aproximadamente unos dos años con ella o más. Se imaginó llevandole ese paquete a él, y él abriéndolo con una sonrisa sincera toda en la cara. Entonces él, acto seguido, festejante por ese regalo que su novia le estaba haciendo. Y esa misma noche, después del largo día, él paseándose por la casa en la que viven juntos con el piyama más ñoño y más amoroso del mundo.
Me dijo que para ella, hoy, eso era como el cuadro perfecto de un "de a dos". Hasta se imaginó el formato del pelo de ese novio, el color y la textura.

Ella mirándose al espejo, una de esas mañanas en las que ya estaba lejos de él, recordó lo siguiente: . Cosa que me contó hace poco, seguido a lo que me contaba del piyama.
- que resulta que cuando era chica le gustaba jugar a Aladdín con sus amigas. Tendría alrededor de cinco años seis, de ahí data su recuerdo.Así de lejos. Y que a sus amigas les encantaba le juego, además que eran pocas.
Y que ella siempre hacía de Aladdín.
y que nunca, pero nunca
quería hacer de la princesa Jazmín.

quería ser el héroe
el hombre hermoso con pantalón blanco de árabe
e ir trepando árbol por árbol con un trozo de pan
y un mono
y quizás, más tarde después,
ir cantándole a la luz de una luna llenísima
con una princesa que era su amiga
siempre su amiga
nunca ella.

Quería ser un árabe.

él ahora la recuerda
y todo esto no lo sabe.

lunes, 9 de abril de 2012

dos nenas en Miramar - fucking amal-

Ella es bien rubia, platinada de placenta. Desde el monitor yo percibo que no hay raíz negra. La otra es un poco castaña, con la piel mate. Algo de las pieles y los pelos nos está gustando. La rubia y la castaña se miran, sentadas sobre el colchón vestido. El cuarto es de nena, aunque la castaña haya superado eso. Es su cuarto, y en el cuarto, no hay nenas. En la escena anterior la castaña mira el catálogo de la preparatoria y da con la foto de la rubia. Suena una canción densa, como si eso autorizara sangre. Pero no. La castaña mira a la rubia en el catálogo y se mete el dedo en la bombacha. Eso ya no pasa. Ahora las dos, con sus pieles, pueblan la habitación. La castaña está bastante abrigada en comparación a la rubia: como si algo de la tonalidad también inaugurara distintas temperaturas en los cuerpos.
Por fuera de esa historia, o por los costados del televisor, estamos nosotras. Sintonizar una película con actores que equivalen a los televidentes es la pulcritud de lo que quiero que nos pase: porque yo soy castaña y ella, con un vestido de libélulas obesas que le vuelven oblicuas las partes, es rubia también. No es gorda, es gordita, y el estampado de sus vestidos tira para el lado de lo certero: gorda como gorda sin el –ita-. Igualmente me conmueven sus libélulas. Todo, y eso, ayudado por el kilo de mandarinas que sostiene en una bolsa de plástico. Insiste en sostener y no dejar de ver; encontrar el momento cronometrado en que las actrices hagan una acción símil a comer, para destrozar la bolsa y que las mandarinas nos inunden. Acuerdo tácito entre la gorda que yo quiero y yo, en que es posible estar en la película  adentro de un departamentito en Miramar al mismo tiempo. Afuera llueve, no por eso la película.
La rubia besa impunemente a la castaña que no se anima porque abajo está su papá: que fuma pipa y se queda pelado. La madre organiza, al unísono de la pipa, el cumpleaños de la castaña. A la fiesta nadie viene porque en la preparatoria siempre hay alguno al que no retratan en el catálogo. La castaña es el reflejo vivo de la que no está. A su cumpleaños sólo asistió la rubia y le chupó un beso. Después le pidió perdón y se comió una torta frita (o alguna creación mantecosa de allá de Alemania).
La gorda que yo quiero inaugura la bolsa de mandarinas. No es un evento que dos actrices se besen, sobre todo en juventud, y en un país en el que el idioma parece nulo. Sí es un evento que la escena del beso acompañe al mismo tiempo que la playa se inunda, que la costa argentina de tanta agua tan nula comparada con un beso europeo, y en un departamento una gorda que quiero. El terreno del diluvio hace fértil la vegetación en varias partes, se dice, y acá adentro se vuelve fértil un vínculo que intenta el todo terreno. Es decir, la gorda y yo nunca nos besamos y lo fértil es justamente eso,  que la ficción lo vuelva probabilidad y ahí el todo terreno: abrir el espectro, la variable del beso que todavía no pasó, con una gorda que yo quiero. O creo que quiero. A lo sumo creo.
La rubia anda en moto a pesar de su edad. En Alemania, ya en la preparatoria les compran motos. La castaña se calza el casco y se abre un plano de carretera. Ahí no llueve, acá si: porque acá Miramar y allá no. La rubia y la castaña ya ni siquiera son adolescentes porque la moto ( incluso los cascos) les quitan eso. Se lo arrebatan. Increíble cómo un objeto, y un beso previo, las engrandece. Un parche de por vida en un ojo que acaban de perder. Una marca, registro fiel de algo nuevo. Moto en carretera y dos chicas adultas que hace un rato festejaban un cumple.
La gorda se sonríe sola, como si hubiese entendido algo de todo esto. Acuerdo tácito entre ella y yo. La gorda se pavonea con sus libélulas y va hacia la ventana. Mira la lluvia y mira la playa. Me acerco a la gorda y también le sonrío porque pareciera que no va a parar nunca. Que esto, no va a parar nunca. Miramar así de nulo. 
Es un instante en el que la televisión se apaga; la moto que acarrea a la castaña y a la rubia se funde en segundos sobre un punto blanco que las chupa. La mamá de la gorda nos llama a almorzar.

#La película que ellas ven se llama Fucking Amal, del director Lukas Moodysson.